LA GUÍA DIGITAL DEL ARTE ROMÁNICO

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-HUESCA. IGLESIA DE SAN PEDRO "EL VIEJO" (Cont.)-

 

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DIRECTORIO DE LA VISITA

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CAPITEL NÚMERO 29

Este capitel muestra en las caras de su cesta un episodio de la vida de San Silvestre.

Es un gran capitel de ocho fustes adosados al pilar medianero del lado sur del claustro. Desde R. Crozet se aludía a las escenas mostradas en este capitel y en su complementario (el número 38) como escenas de la reconquista de Huesca mostrándose entre los personajes un rey a caballo, un personaje mitrado, etc. El aludir a la toma de una ciudad y el correspondiente te Deu" es un fácil recurso.

Tendríamos que esperar hasta 1996 a que la investigadora japonesa Hitomi Asano nos desvelara el misterio del ciclo de estos capiteles ("Sobre los capiteles del claustro de San Pedro el Viejo de Huesca" en Historia del Arte nº 140, pp.: 121-137. Tokio 1996) . Una vez identificado el sentido de las escenas es fácil comprenderlas. La genialidad es saber leer la piedra y tener los conocimientos suficientes para equiparar lo aquí leído con el contenido de lo escrito. Eso fue lo que Hitomi Asano hizo, motivo por el cual es digna de mención y agradecimiento.

La clave estaba esperando en la "Leyenda Dorada" de Santiago de la Vorágine (pp.: 77-78):

"Al desencadenarse la persecución de Constantino contra los cristianos, Silvestre -obispo de Roma-, acompañado de sus clérigos huyó de la ciudad y se refugió en un monte. El emperador, en justo castigo por la tiránica persecución que había promovido contra la Iglesia, cayó enfermo de lepra; todo su cuerpo quedó invadido por esa terrible enfermedad; como resultaran ineficaces cuantos remedios le aplicaban los médicos para curarle, los sacerdotes de los ídolos le aconsejaron que probara fortuna sumergiéndose en la sangre pura y caliente de tres mil niños que deberían de ser previamente degollados.

Cuando Constantino se dirigía hacia el lugar donde estaban ya reunidos los tres mil niños que iban a ser asesinados para que él se bañara en su sangre limpia y recién vertida, saliéronle al encuentro desmelenadas y dando alaridos de dolor, las madres de las tres mil inocentes criaturas. A la vista de aquel impresionante espectáculo, el enfermo, profundamente conmovido, mandó parar la carroza y alzándose en su asiento dijo: Oídme bien, nobles del Imperio, compañeros de armas y cuantos estáis aquí: la dignidad del pueblo romano tiene su origen en la misma fuente de piedad de la que emanó la ley que castiga con pena capital a todo el que, aunque sea en estado de guerra, mate a un niño. ¿No supone un gran crueldad hacer esto con los hijos de nuestra nación lo que la ley nos prohíbe hacer con los hijos de las naciones extrañas? ¿De qué nos vale vencer a los bárbaros en las batallas si nosotros mismos nos dejamos vencer por nuestra propia crueldad?. A los pueblos belicosos por naturaleza les resulta relativamente fácil dominar con la fuerza de las armas a los enemigos extranjeros, pero la victoria sobre los vicios y pecados no se obtiene con las espadas sino con las buenas costumbres. Cuando vencemos a gentes extrañas, les demostramos que somos más fuertes que ellos. Demostremos también al mundo que somos capaces de vencernos a nosotros mismos dominando nuestras pasiones. Quien carece de fuerza para refrenar la crueldad de sus sentimientos no es verdaderamente valiente y, aunque al pelear en el campo de batalla con otros parezca que los ha vencido, su triunfo no es real, sino ficticio; en realidad es él quien ha quedado vencido, pues vencido queda realmente el presunto vencedor si tras de la victoria la dureza de su corazón prevalece sobre la piedad. Entendámoslo bien: nuestra superioridad sobre nuestros adversarios jamás será auténtica si en el terreno de nuestra conducta nuestras pasiones se imponen a nuestros sentimientos. Por esto, en esta ocasión en el que al presente me encuentro, quiero que la piedad triunfe, porque quien tiene entrañas compasivas y consigue dominarse a si mismo dominará también a los demás. Prefiero morir yo a salvar la vida de estos inocentes, a obtener mi curación a costa de la crueldad que supondría asesinar a estos niños. Además no existe seguridad alguna de que vaya a curarme con este procedimiento; en este caso en que nos encontramos lo único verdaderamente cierto es que recurrir a este remedio para procurarme mi salud personal constituiría una enorme crueldad.

Terminado el precedente discurso, mandó el emperador que los niños fueran devueltos a sus madres y que se proporcionase a éstas todo lo necesario en provisiones para el camino y en vehículos adecuados para que regresasen a sus respectivos lugares de origen. Aquellas mujeres, pues, que salieron de sus casas llorando, tornaron a ellas llenas de alegría.

También el emperador emprendió el retorno a su palacio y, estando de nuevo en él, a la noche siguiente, se le aparecieron los apóstoles Pedro y Pablo y le dijeron: Por haber evitado el derramamiento de sangre inocente, nuestro Señor Jesucristo nos ha enviado para que te indiquemos cómo puedes curarte: llama al obispo Silvestre que está escondido en el monte Soracte; él te hablará de una piscina y te invitará a que entres tres veces en ella; si lo haces quedarás inmediatamente curado de la lepra que padeces; mas tu debes de corresponder a esta gracia que Jesucristo quiere hacerte, con este triple obsequio: derribando los templos de los ídolos, restaurando las iglesias cristianas que has mandado demoler, y convirtiéndote al Señor.

Aquella misma mañana, en cuanto Constantino despertó, envió un grupo de soldados en busca de Silvestre, quien al ver que aquellos hombres armados se acercaban al lugar de su refugio creyó que le había llegado la hora del martirio, y sin poner resistencia alguna tras de encomendarse a Dios y exhortar a sus clérigos a que permaneciesen firmes en la fe, se dejó conducir por ellos y sin temor de ninguna clase compareció ante el emperador, que lo recibió diciéndole: Me alegro mucho de que hayas venido.

En cuanto Silvestre correspondió al saludo de Constantino, éste refirió al pontífice, detalladamente, la visión que en sus sueños había tenido y le pregunto quiénes eran aquellos dos dioses que se le habían aparecido. Silvestre le respondió que no eran dioses sino dos apóstoles de Cristo. Luego, de acuerdo con el emperador, el pontífice mandó que trajeran a palacio una imagen de cada uno de los referidos apóstoles, y Constantino nada más verlas, exclamó: Esos fueron quienes se me aparecieron.

Silvestre recibió al emperador como catecúmeno, le impuso como penitencia una semana de ayuno y le exigió que pusiera en libertad a los prisioneros.

Al entrar Constantino en la piscina para ser bautizado, el baptisterio se llenó repentinamente de una misteriosa claridad, y al salir del agua comprobó que se hallaba totalmente curado de la lepra y aseguró que durante su bautismo había visto a Jesucristo"

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La escena se comienza a leer en la cara oscura del capitel, en ese lugar en que los capiteles a causa del contraluz se mantienen totalmente desconocidos para la mayor parte de los visitantes (Imagen 1). Como inicio y telón de fondo aparece una ciudad fortificada que representa a Roma. A la izquierda de la escena -ampliada en la imagen 2- aparece el emperador Constantino, ya atacado por la lepra. Está sentado en su trono y dos personajes, "sacerdotes de los ídolos", con recipientes en sus manos le aconsejan bañarse en la sangre de tres mil niños para su curación.

En la cara lateral del capitel que da al lado oeste vemos a Constantino coronado y a caballo flanqueado por sus soldados con las espadas desenvainadas dirigiéndose hacia el lugar del sacrificio de los niños (Imagen 3).

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Le salen al paso un grupo de tres mujeres que representan a las madres de los tres mil niños, desesperadas, tirándose de los cabellos. El Maestro logra reflejar en sus rostros la desesperación del momento (Imágenes 4 y 5 )

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En el centro de la cara del capitel que da al patio claustral y a pesar del deterioro de la arenisca, se reconoce bien el perfil de un elevado recipiente a modo de copa alzada sobre doble fuste en cuyo interior se hallan cinco niños cuyas cabecitas asoman de su borde. Otros niños flanqueados por soldados esperan su turno para ser degollados y recoger su sangre (Imágenes 6 y 7).

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A continuación, en la esquina izquierda del frontal del capitel a caballo entre las dos caras, se muestra a Constantino ya arrepentido y habiendo descartado la ejecución de inocentes según relata la Leyenda Dorada, comunicando su decisión a los "sacerdotes de los ídolos, nobles del Imperio y compañeros de armas" reconocibles a pesar del deterioro por llevar en sus manos los mismos recipientes que en la segunda de las escenas (Imágenes 6 y 8). Y en la esquina interior, una cama con figuras tras ella, en alusión al sueño en que se aparecen San Pedro y San Pablo a Constantino instándole a buscar a san Silvestre para que lo bautice y cure (Imagen 8).

Por fin, en la esquina derecha del lado interior del capitel aparece Constantino sentado en su trono conversando con san Silvestre que aparece tocado con mitra y secundado por un hombre que le sujeta su báculo (Imagen 9). En la escena San Silvestre entrega algo a Constantino, que a la vista de la Leyenda Dorada deben de ser los iconos de San Pedro y San Pablo que el emperador reconocerá como los que se le aparecieron en sueños.

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El relato concluye en el capitel número 38, en la panda este del claustro, que cierra el ciclo general de este rehecho claustro. Más adelante lo veremos en detalle.


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